Especial gracia tiene el artículo que Ignacio Peyró publicó en la Gaceta el pasado 28 de diciembre (que lamentablemente no he conseguido enlazar)sobre el obelisco con que Gallardón, Calatrava y Blesa han contribuido a desgraciar más todavía la Plaza de Castilla de Madrid.
Las cosas ocurren así: Calatrava decide ponerse precioso y habla "de la masculinidad de los vertical y la feminidad del movimiento" -¡será sexista!-, en una obra "que cabalga entre la arquitectura, la escultura y la ingeniería". Luego se inaugura el artefacto y la gente, algo menos sublime, empieza a llamarlo pirulo.
Hasta aquí la gracia. Pero su columna termina con una reflexión interesante y que me ha traído a la cabeza las desgracias del nominalismo que fácilmente se pueden relacionar con los infelices acontecimientos que vivimos hoy en día:
Es un mal siglo para la arquitectura monumental, según observamos al pasar por Atocha y contemplar el ataque póstumo a las víctimas del 11-M. Véase que el David de Miguel Ángel no perdería su gloria si no conociéramos al autor, en tanto que el obelisco está ahí por tener la etiqueta de Calatrava. No hay nada de extraño en la rebosante autosatisfacción de las autoridades al inaugurar el obelisco: ya no amamos el arteporque nos permita mejorar sino porque nos permite fardar de superioridad intelectual y estética.
Y añado, y de capacidad de endeudarse.
Y recordaba una tertulia de verano hablando sobre la Coca-Cola como símbolo de esta sociedad nominalista que valora las cosas en función de quién son y no por lo que son.
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