Les habían descubierto. Pasaron al otro piso. Fue una caza espantosa, entre los muebles polvorientos y enfundados de aquella casa que no era de nadie. Se les oía correr por los pasillos, esconderse debajo de las camas, dentro de los armarios, entre los trajes colgando , en la carbonera de la cocina.Jacinto se metió debajo de la cama. Se agarró al somier manteniéndose en vilo, flexionando los brazos para que no le vieran en el suelo.Detuvieron a los tres y se los llevaron a la checa de las Cuarenta Fanegas, un hotelucho de ladrillo incautado por la CNT en la carretera de Chamartín. Había polvo, olivos entorno del tranvía y viñas agrias. Al fondo, el colegio de los jesuitas, rodeado de unos pinos achaparrados, de ancha copa marítima.Presidía el tribunal un estudiante de bachillerato, ayudado por un mecánico. Les interrogaron:-¿Sois fascistas?-No; nunca nos hemos metido en política.Era la peor contestación que podían dar. Los llevaron a un cuarto desnudo, con suelo de baldosines, en forma de rombos azules.Al anochecer les sirvieron la cena de los condenados a muerte: un par de huevos que rebosaban aceite y un trozo de carne.Jacinto Calonge levantaba la moral de sus hermanos más pequeños.-No hay que llorar. Vamos a rezar unas oraciones y a morir decentemente.Antonio, su hermano menor, flaqueaba:-Pobre mamá, cuando se entere.Y se echaba a llorar. Se veían allí los tres, casi adolescentes, como cuando se reunían para los partidos de fútbol o para jugar a la baraja. Y eran tres reos que iban a morir.Los sacaron a media noche en un Dodge siniestro, manchado de barro. Los colocaron en los asientos de delante. Un silencio terrible invadía el auto. Preguntó Jacinto:-¿Adonde nos lleváis?-Ahora lo veréis.Al llegar al final de Serrano, una patrulla les dio el alto; el miliciano que iba sentado a su lado gritó brutalmente a través de la ventanilla:-Van al último viaje compañeros.Temblaba Antonio. Iba esposado.-¡Qué frío hace! ¿Quieres subirme el cuello del abrigo?Le miró el miliciano.-Pronto tendrás más frío.Se indignó Jacinto. Era la burla cruel ante la muerte. Le dijo:-Os aseguro que nos vais a acompañar al otro mundo.Él también sabía hacer bromas macabras.-Me parece difícil.-Ya veremos.Cruzaron la Castellana. Pasaban por delante de un palacio incautado. Estaban iluminados los salones. En la puerta ocho o diez milicianos vigilaban.Jacinto Calonge, sacando la cabeza por la ventanilla, gritó:-¡Arriba España!Creyeron los centinelas que se trataba de un auto «fantasma».-¡Fuego, fuego!Las descargas inmovilizaron el coche. Turbiamente vio Jacinto Calonge a sus hermanos agonizando. Él también se sentía morir. Tenía tres balazos en el pecho y uno en el vientre. Zumbaban sus oídos y perdía la vista. A través de aquella niebla vio sangrar mortalmente heridos a los milicianos. Se aproximó a uno que encharcaba el cuero del asiento posterior. Sonriendo, le dijo con una voz imperceptible:-Os anuncié que no iríamos solos.Y se fue apagando alegre, entre la sangre odiada de sus enemigos.
Madrid, de Corte a Checa, de Agustín de Foxá.
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